-“¿Pan amasado?, a quinientos el kilito casero. ¿Cuántos quiere? Aquí está, que le vaya bien caballero. ¡Pan amasado, calientito!, ¿Pan amasado señorita?”
Ese era más o menos su pregón y su relación con los clientes, esa misma disposición, la mantenía las 6 horas de trabajo, las cuales desarrollaba en las calles, en aquel espacio del medio que queda entre auto y auto.
Dejaba una enorme canasta de mimbre en el suelo de la vereda, bajo a un poste de tendido eléctrico, llena de pan amasado y con un blanco cobertor de tela que mantenía el calor de la mercancía las seis horas de ventas.
Solía yo pasar en auto por aquella calle, puntualmente a las siete de la tarde.
Mientras veía un condominio nuevo de apretados edificios que se construían el la ladera norte de la avenida, observé una situación desagradable y que me impactó mucho.
Un caballero, de apariencia tranquila, sin ningún tipo de vergüenza, sostuvo con fuerza la canasta y se la llevó corriendo, adentrándose en un oscuro callejón el cual no dejaba ver a quien transitaba por él.
La señora, angustiada y cansada de haberle gritado muy fuerte al bandido y apenada por la situación, vendió la última bolsita de pan y dejando caer unas delicadas lágrimas, se dirigía hablando sola y con una clara expresión de rabia a tomar un bus que la llevaría a su casa.
Me fui pues, pensando en la situación, que al otro día ya se me había olvidado.
Eran las siete de la tarde y yo pasaba nuevamente por ese lugar. Mi mirada se centraba únicamente en el avance de la construcción, mirada que fue interrumpida por la presencia de aquel rostro que no se me había olvidado. Era ese ladrón de pan amasado, el del día anterior. La luz del semáforo daba verde, mi madre avanzaba y yo rogaba que se detuviese. No me hizo caso, bajé el vidrio y le grité a la señora que tuviese cuidado, que ahí venía el hombre de las manos rápidas.
Los reflejos de la vendedora fallaron y el ladrón nuevamente hizo de las suyas, llevándose otra vez la canasta.
La señora, en tanto lo siguió corriendo perdiéndose en aquel oscuro callejón.
Era miércoles, un día después del último incidente; para ser exacto eran las siete y cinco minutos. La señora que vendía pan amasado no se encontraba en su esquina, vociferando su armonioso pregón.
Me enteré por uno de los maestros de la construcción aledaña al callejón, quién escuchaba en una radio "Everybody Hurts" de R.e.m, en qué términos acabó la historia.
La señora, enfadada por el último robo, persiguió al ladrón hasta adentrarse en aquel oscuro callejón. No lograba divisar por lo menos la silueta de él. A lo lejos vio sus dos canastas, corrió hacia ellas pero, detrás de estas singulares canastas de mimbre, se encontraba el deshonesto individuo. Él comenzaría a darle explicaciones, pero no bastaron ni cinco segundos para que la preparada vendedora sacara de su blanco delantal un arma de fuego y le diera en el pecho. Su desesperación se hizo tal, que atinó a cubrir el cadáver con los cientos de panes que había en las canastas.
Se podía apreciar, la enorme cantidad de panes ensangrentados que había en el suelo.
La mujer, desesperada, pero a la vez, aliviada, corrió muy rápido, con una de sus canastas, muy firme en su mano derecha, arreglando su cabello y limpiando sus manos con los géneros que cubrían los panes.
Llegó a la esquina del callejón, donde ya había más luz, se sacó el delantal, respiró hondo y lo último que alcancé a ver fue una extraña cara de satisfacción.
(Historia escrita, editada y publicada por seba-ediciones en conjunto con Eduardo. A 2007)
domingo, 4 de noviembre de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Asaltos emocionales que no dejan lugar a la razón, por estar conectadas por vías mas rapidas ...
¿ Por qué habría de robar todos esos panes ?
Me gustó el del paso de cebra. ! =)
Saludoos que te bien.
Publicar un comentario